I

0:31 / Publicado por Inés /

Al otro lado del río está la mujer extraña,
aquella que sonreía a solas en los bares
mientras pedía ginebra
(preparabas la copa sin fijarte demasiado).
Es esa, aunque no la reconozcas,
la misma que una noche se acercó
para preguntar dónde me había comprado los zapatos.


Yo sabía que no quería ligar conmigo,
así que se lo dije
(era una zapatería escondida en el barrio de Hortaleza).
Ella asentía.
Era una noche muy complicada
(seguías sirviendo copas,
fingiendo que no me conocías).


La extraña mujer parecía dispuesta a quedarse
a contemplar cómo se iban derrumbando
mis castillos. Mi fortaleza.
(Se te acercó una chica y te susurró al oído.
Reíste. Dentro, yo me quemaba.


Le acariciaste el pelo
y te pasó un papel con su número de teléfono
y una mirada que prometía una noche de sexo).


Seguía, sola, esa mujer.
Rondaba los cuarenta,
apuraba las copas como un chaval
que se fuma su primer cigarrillo.
Me acerqué a ella en un baile que mis pies idearon:
no me acordaba cómo era eso de ligar en la barra.


Cuando cerró el bar
la extraña y yo seguíamos enredadas.
(tú desapareciste con un teléfono en el bolsillo).


Más tarde, en la cama,
quise ser sociable con la desconocida.
Y dime, en qué trabajas,
(la imaginaba contable o princesa derrocada).
Hago cálculos, respondió,
y aquello no sonaba demasiado interesante.


Ella me confesó que lo suyo era un trabajo de campo:
debía salir y buscar clientes
para después calcular lo que tardaba la gente en olvidarse.

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